No podía dormir. El cantar intermitente de un mosquito me taladraba los oídos. Eso era peor que el dolor crónico de hombros que no me permitía acostarme de lado. Daba manotazos con la esperanza de que, aun en la oscuridad, el azar me ayudara a hacer coincidir mi mano y el molesto bicho en espacio y tiempo.

Me levanté, encendí la luz y me metí otra vez a la cama con la intención de cazarlo cuando volviera a mí.

Esperé unos minutos, no sé cuántos porque me quedé dormida, pero ¿por qué me iba a dejar seguir durmiendo? Dejaría de ser un mosquito si lo hiciera.

Su cansona música me despertó, parecía querer jugar al eco dentro de mi oído. Lo aplaudí por su concierto, pero no atiné y como por arte de magia volvió el silencio de la noche. No lo vi por ninguna parte, ¡puf!

Pasé un rato moviendo las cortinas oscuras en las que podía mimetizarse. Busqué su forma en algún punto o una mancha en la pared, pero nada. Tal vez se fue de la habitación. Si igual le iba a pagar con mi sangre, bien podría cobrarse sin fanfarria, así descansaría hasta la mañana.

Apagué la luz y volví a acostarme. Me cubrí bien para no hacerle el trabajo fácil. No pasaron ni cinco minutos cuando regresó el insecto con complejo de audífono.

Me moví bruscamente, y para aumentar mis posibilidades de éxito no solo moví la mano, sino que lo quise cobijar para, una vez estuviera atrapado, aplastarlo contra el colchón.

Luego de ese acto de violencia, con un instinto asesino elevado por la falta de sueño, lo callé, tal vez para siempre. Iluminé el área del sepulcro con mi celular. Ahí estaba, inerte.

Contenta con mi triunfo, cerré los ojos.

No podía creerlo. ¡Otro! Y no esperó a que me durmiera para atormentarme. Volví a la cacería. La historia se repitió unas dos veces más. Era como en la lucha libre cuando entra el relevo al caer uno en la pelea, o como si estuvieran haciendo fila para picarme uno tras otro.

Llegó un momento en el que me venció el cansancio.

Soñé con muchas cosas que luego no recordaría, excepto por un zumbido ensordecedor. Era más bien un coro. Se escuchaba muy alto. No sabía si la realidad había cruzado hacia mi imaginación inconsciente o si era meramente onírico.

La luz natural me despertó. A pesar de haber dormido muy poco, me sentí recuperada. Nada me dolía, y recordé el sueño. En él, el zumbido que escuchaba lo producía una nube de mosquitos que cubrían todo mi cuerpo. Sin embargo, no era posible que hicieran nada, pues estaba cobijada y con pijama de pantalón largo y mangas largas. Acaso podrían morderme el rostro, pero me toqué la cara y no tenía comezón ni ninguno de sus abultados suvenires.

Me levanté con rapidez al ver la hora, debía salir pronto. Cuando pasé el umbral de la puerta de la habitación, recordé que la noche anterior se me había agotado la pasta dental, así que me di la vuelta para coger un tubo nuevo. Fue entonces cuando me quedé quieta como una estatua. Cerré los ojos apretándolos, luego de unos segundos mis párpados se separaron para dejar entrar la escena.

Había algo en mi cama, completamente cubierto. Mi corazón se tornó galopante. Tal vez estaba soñando que había despertado. Me calmé. Lancé el tubo de dentífrico sobre lo que o quien estuviera ahí para ver si se movía. Nada, ni se inmutó. Me acerqué. La sangre en partes se confundía con el estampado de las sábanas. La mancha sangrienta bordeaba toda la forma de lo que parecía un cuerpo y, la cobija, originalmente beige unicolor, se convirtió en un estampado de guepardo en rojo. De un tirón descubrí aquel bulto.

Era yo. La piel del rostro parecía estar en contacto directo con los huesos, cubierta de cientos de picaduras. Me atreví a descubrir los brazos, las piernas y el abdomen. Era un esqueleto con traje de piel de tono gris que parecía tener sarpullido, hasta se veían los valles que se hacían entre las costillas. El drenaje había sido lento y constante.

De nuevo escuché el zumbido envolvente y me llegaron flashes de memoria. Primero de los mosquitos que había matado antes de dormirme, luego los del día anterior, los que alguna vez envenené con algún insecticida y así hasta el primero que aplasté por accidente cuando aún no controlaba los movimientos finos, manos de bebé. Entonces comprendí que todos los mosquitos que dejaron de existir por mí, se congregaron para vengarse. Sus espectros traspasaron las capas de tela con las que pretendí protegerme, y, a falta de un abdomen con un límite de capacidad para la sangre, solo siguieron succionando hasta que no quedó nada y los fluidos se derramaron sobre la ropa de cama.

Quisiera despertar, pero ya no se puede. Espero que consigan mi cuerpo antes de que apeste. ¡Desgraciados mosquitos!

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Escrito por: Lunyzbreid López

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Categorías: Cuento

1 Comentario

Adriana Ramírez · septiembre 19, 2021 en 9:51 AM

Me gustó mucho. Está bien contado y el final es gracioso. Lo recomiendo.

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