Mientras una pareja disfrutaba del atardecer, notaron que el cielo se estaba deformando mucho más allá del estilo impresionista con el que fue creado. El mar oleoso, a pesar de su aspecto de cuerpo de agua, no fue suficiente para aplacar el calor creciente. El marco y los límites del lienzo se convirtieron en una trampa infernal. Incapaces de huir, se abrazaron sobre la esquina izquierda, en el tercio más lejano a las llamas. Sus colores fueron cambiando hasta que flotaron amorfos, sin hogar. Las primeras víctimas habían desaparecido.

Al lado izquierdo, un caballo cubista galopaba chocando contra los muros de su prisión, sus patas rectangulares le dificultaban saltar, los dos ojos que estaban del mismo lado, se ensancharon con terror cuando columnas de amarillo y tonos de rojo se movían vertebradas hacia él.

Al lado derecho, una anciana de hiperrealismo tridimensional no podía hacer más que llorar, con la esperanza de que sus lágrimas sofocaran la ardiente amenaza que avanzaba con furia y sin misericordia ante su tristeza.

Toda la congregación de una iglesia renacentista, buscó inútilmente la puerta del que se convertiría en su mausoleo crematorio, pues su autor nunca consideró relevante pintarla dentro de la escena. Ni el Cristo pudo escapar de tan abrasante caos.

Los bomberos, quienes centenares de años atrás fueron honrados al plasmarlos en acuarela por su heroico actuar, no pudieron contra su antiguo enemigo. Su inmortalidad sucumbió ante un poder instantáneo.

El tapiz que decoraba las paredes, solo sirvió como mecha de dinamita multidireccional. Todas las pinturas, menos las de naturaleza muerta, veían cada vez más cerca su fin. El fuego insaciable no tenía piedad.

A pesar de todo, un rayo de esperanza iluminó a algunos, y no por las llamas.

Cuando el fuego llegó a un extremo de la pared se quedó sin el combustible del tapiz, y por mucho que luchó, no pudo saltar a otro material vulnerable. Sin embargo, por el otro lado estaba por doblar la esquina.

Una plétora de filósofos y científicos de distintas generaciones de la antigua Grecia lamentaban no haber sido representados por un escultor. El tiempo para el pensamiento se les estaba agotando. Desde otro marco, les pedían que dejaran de hablar y actuaran. Fue difícil para ellos escuchar, pues sus propias voces y el crepitar de la amenaza latente interferían.

Los fuertes pasos en estampida contenida, de lo que había sido una procesión de un marajá, y, los gritos amplificados por las trompas de sus elefantes torturados por el calor, hicieron que finalmente se interrumpiera la tertulia.

Entre Aristóteles y Pitágoras idearon un plan. Todos se moverían en coordinación, de un lado al otro del cuadro, para balancearse como en un columpio sobre la superficie de la pared. Su objetivo era un botellón de agua. Debía estallar, no solo volcarse.

Calcularon el punto exacto para golpear a un busto, tal que este a su vez alcanzara el botellón y lo rompiera. Una sola oportunidad era todo lo que tenían.

Desde otros cuadros, con mejor vista de la escena, los orientaron. «Más fuerte. Más arriba», les decían. Tal fue el impulso que sin darse cuenta estaban volando. Hipócrates, Aristóteles, Platón, y tantos otros, se abrazaron a la espera del impacto. Pitágoras dio un vistazo rápido a los ángulos y se aferró confiado a una columna.

La esquina del marco le dio en la quijada a Alejandro Magno y este salió a la conquista despedazando el contenedor de vidrio del líquido salvador.

Se mojó la pared casi hasta el techo y parte del agua se fue en un ataque directo a su flamante contraparte, con todo y pedazos de vidrio. En el suelo yacía Alejandro cual decapitado, ahora sin nariz y una oreja menos.

El clan de griegos voladores aterrizó en el suelo, y en su bidimensionalidad luchaban por no ahogarse.  Por fortuna, lograron que quedara un poco inclinado el lienzo y así se movieron hacia donde no se había anegado.

El voraz fuego quiso seguir avanzando. No pudo. Aun así, con actitud desafiante se comió lo que quedaba tras esa barrera húmeda que los antiguos griegos habían creado. Los elefantes no tuvieron oportunidad.

Con pena, los sobrevivientes contemplaron el desastre tiznado, mojado y humeante. Extrañando desde ese mismo momento a sus compañeros que no verían más. Tantos años de darse compañía y compartir opiniones sobre los mirones que llegaban a criticarlos o analizarlos, no sería fácil de olvidar.

A la mañana siguiente, los dueños de la galería se pusieron las manos en la cabeza al sorprenderse con las pérdidas. El avalúo estimó una suma cuantiosa que se había esfumado, literalmente, de la noche a la mañana. La dureza de codo por ahorrar en detectores de humo y sistema de irrigación contra incendios les resultó muy cara. Con el tiempo, llegaron nuevos habitantes que repoblaron las paredes enlutadas. Poco a poco, los que no sucumbieron en la tragedia, los aceptaron y disfrutaron de sus historias sobre cómo fueron creados. En adelante, vigilarían con más atención las posibilidades de desastre. El humo del vecino no volvería a ser ignorado jamás.

Participa en el Premio Oscar Wilde de Boukker

Escrito por: Lunyzbreid López

Por favor déjanos tu comentario si puedes. Gracias por leerlo.

Categorías: Cuento

2 Comentarios

Oscar Murgueytio · septiembre 13, 2021 en 7:49 PM

Al considerar las obras de arte como únicas evidencias de sus creadores, las podemos perder fácilmente si no prevenimos sus cuidados. Ya nos ha pasado. Este cuento, nos vuelve a hacer reflexionar y valorar el arte como reflejo de una época, de una sociedad, de un pensamiento.

Adriana Ramírez · septiembre 19, 2021 en 9:36 AM

Es un cuento excelente. Te va llevando poco a poco y el final, como es de esperarse, termina de completar el hilo de la narración. Corto pero preciso. Muy bien hecho.

Deja un comentario

Marcador de posición del avatar

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *