Tengo un trabajo que nunca termina, pero no me quejo porque puedo conocer muchos lugares alrededor del mundo y siempre viajo con compañía.  Aunque vivo en un ciclo interminablemente repetitivo, dos eventos ayudaron a que no me aburriera de esta eternidad.

Cierto día luego de haberme evaporado, viajé empujada por El Viento hacia uno de los desiertos del África. A estos sitios nos incomoda ir porque a veces pasamos por todo el proceso de condensación para ni siquiera tocar tierra antes de volvernos a evaporar. Además, ahí difícilmente nos reunimos en nubes, excepto por algunos escasos días durante el año.   Sin importar esto, mi destino próximo y el de mis compañeras de viaje parecía estar bien claro.

Mis moléculas estaban cada vez más cerca y la gravedad me empezaba a llamar con una intensidad incremental. Mi capacidad de flotación se perdería en cualquier momento. 

Desde aquí, la vista es ilimitada: una fotografía panorámica no es lo suficientemente amplia para atrapar lo que puedo divisar.  Abajo, lo que nos esperaba en esta ocasión, era una superficie de un marrón reseco unicolor, interrumpido por grietas. También observé un montón de gente, que desde mi perspectiva parecían grupos de puntos moviéndose.  De seguro ninguna de nosotras había estado por allí en mucho tiempo.

Cuando comenzó la precipitación me emocioné. Siempre me emociono antes de la caída libre.

En la medida en la que me aproximaba al suelo, sentí que la gente tenía la mirada fija hacia nosotras. Me pareció que nos acelerábamos por encima de la gravedad al ser atraídas por tanta ansiedad. 

Luego de la emoción de la caída, viene un momento de susto. Aunque ya he pasado por esto infinidad de veces, y sé que no nos duele al no tener terminaciones nerviosas como los humanos, estrellarnos contra el Planeta me sigue generando incertidumbre. 

Me encontré directo contra la aridez. Al chocar se levantó algo de polvo, y de inmediato vi cómo me esparcía y penetraba la tierra que me absorbía como una aspiradora.  Si a mis compañeras y a mí nos hubieran congelado y extraído de ese laberinto de porosidades, pareceríamos un árbol altamente ramificado. 

Con tanta sequedad, pensaba que me quedaría sin salir de allí por mucho tiempo, pero muchas más compañeras llegaron y pronto saturamos la tierra volviendo a la fluidez que nos caracteriza.  

La gente del lugar parecía enloquecida con un nivel de gozo tan alto que no paraban de reír y de bailar, hasta se maquillaron con lodo.  Lo hacían en nuestro honor, por el alivio que nuestra llegada les proporcionó. 

La mayoría de las veces solemos escuchar a la gente quejándose de la lluvia, o cuando ya están hartos de la nieve. Solo unos pocos, vistos como raros por sus semejantes, se encantan con nuestra presencia. En contraste, ver a tanta gente celebrando nos hizo recordar este día como algo especial.

La fiesta no les duró mucho. El sol se abrió paso entre las nubes y El Viento ayudó a moverlas.  Yo había formado parte de un riachuelo instantáneo, y afortunadamente no me tocó pasar por el proceso digestivo de unos animales que bebieron a millones de nosotras. Y es que, aunque al final nos liberemos, algunas perdemos nuestra identidad en ese proceso.  Tuve suerte y seguí libre hasta cuando no pudimos continuar avanzando y el calor comenzó a hacer su efecto. Eventualmente nos evaporamos.

Una vez de vuelta en el cielo, flotamos en nuestra forma dispersa hasta otra población. Allí seguro compartían la misma necesidad que en la anterior; solo que esta gente debía estar aún más desesperada: la nueva generación nunca nos había visto. 

Extraían el agua de pozos profundos o la buscaban en centros poblados a muchos kilómetros de distancia; al menos eso escuché de unas compañeras que si habían estado por allí años atrás.

Llegado el momento, se presentó nuevamente la oportunidad de explorar allá abajo. Esta vez tenía expectativas y preguntas… ¿Sería esta gente tan agradecida como los anteriores? ¿Sentiría su ansia? ¿Me absorbería el suelo tan agresivamente?… pronto lo sabría.

Mientras caía, me pareció que no estaban particularmente emocionados, era como si les diera igual o no creyeran lo que estaba pasando; tal vez nuestra prolongada ausencia había acabado con sus esperanzas.  Sin embargo, noté que los más pequeños se quedaban viendo las nubes grises, y luego a nosotras.  Por un lado había incredulidad y por el otro asombro.

Aún estaba muy alto como para saber dónde aterrizaría. Yo bajaba en línea recta esperando un choque como la vez pasada, pero apareció El Viento y nos hizo caer en oblicuo, apuntando hacia la gente.

Quise echarme para atrás cuando calculé dónde terminaría, pero la verdad es que jamás he controlado mis movimientos, así que, me resigné.

Hice contacto sobre una superficie tersa, y me empecé a deslizar, luego me partí en dos. Yo que siempre me había mantenido dentro de mi área de existencia, ahora estaba dividida, discontinua, fue extraño.  Luego lo comprendí todo.

Había caído sobre el rostro de un niño pequeño, quien apenas caminaba.  Cuando hice contacto sobre su mejilla, él inhaló corto y rápido. Levantó tanto los párpados que no lo creía posible, y se quedó quieto por un instante. Él jamás había sentido o visto una gota de lluvia, o una lágrima fria. Se tocó el rostro y se quedó mirando la mano que le brillaba como cuando se limpiaba el agua derramada por los ojos.  En poco tiempo la tuvo empapada y muchas de nosotras nos deslizamos sobre él. Aunque no tardé en alcanzar el suelo, pude percibir que la alegría del descubrimiento lo desbordaba. Se reía, exponiendo los cuatro dientes que hasta el momento le habían salido. La fascinación lo llevó a recolectar a muchas de mis compañeras. Con las manos en cuenco corrió lo más rápido que pudo para mostrar a su madre la novedad.   

Después de estas dos visitas al suelo, las siguientes lluvias no fueron iguales para mí, o tal vez menos iguales que antes. 


Originalmente escrito el 30/06/2015 como un ejercicio del taller de escritura creativa. Reeditado para participar en un concurso literario en Boukker.com

Categorías: Ficción

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