En esta oportunidad, hablamos sobre las novelas de misterio junto con Alberto Val Calvo. Y, enfocados en el género de misterio, escribimos nuestros borradores durante la entrevista basándonos en una imagen aleatoria, la cual resultó ser la de unas tazas sobre una mesa, con diverso contenido.
Posteriormente al ejercicio, cada uno tomó su borrador y lo trabajó para publicar una versión editada, como lo pueden ver debajo de estas líneas.
La fiesta de las tazas (Alberto Val Calvo)
Francisco Castillo era un Willy Wonka moderno. Siempre le gustó la posibilidad de hacer felices a otras personas al compartir su riqueza cuando falleciera.
Una vez se enteró de que un tumor aparecido en su cabeza le iba a costar la vida, decidió cómo hacerlo. Él no tenía una fábrica de chocolate, pero sí era dueño de una importante empresa cafetera con la que se hizo rico.
Sin hijos ni relación amorosa, se le ocurrió repartir toda su herencia a través de una llamativa iniciativa: la fiesta de los cafés. Ya fallecido, el millonario dejó escrito que invitaba a todos sus empleados, y les instó a elegir una de entre los miles de tazas que colocó en la entrada del edificio principal.
Las había verdes como el espesor de la jungla o negras como el azabache. Algunas olían con mayor intensidad, otras apenas se podían diferenciar del agua de la colada. Lo que el millonario prometió es que en el contenido de una de esas tazas estaba el premio de su herencia, como también indicó que la participación era voluntaria. Solo había una condición: debían beberse toda la taza.
Los empleados se agitaron y revolvieron en el sitio, emocionados. No había ninguna pista y el afortunado quedaba al destino del azar. No hubo ninguno que se negara porque, ¿qué podían perder?
Fueron bebiendo las tazas y no salía el ganador, hasta que una mujer menuda, entrada en años y carnes, chilló de alegría. En el fondo de su taza vislumbró una tarjeta que ponía: «Felicidades, esta es la taza premiada». Instantes después, la mujer sucumbió. Empezó a convulsionar y por su boca brotó un líquido viscoso. Tardó menos de un minuto en fallecer.
Un compañero que estaba al lado recogió la tarjeta y le dio la vuelta. En su reverso leyó: «Esta es la única taza de café que contenía arsénico. Acabas de hacer millonaria a toda tu familia».
La taza del destino (Lunyzbreid López)
Era la única salida. Estaba atrapada en un restaurante, siendo observada por todos. Después de rogar por la vida de su hermana, le dieron una oportunidad. Debía elegir por ella. Solo una de veinte tazas liberaría a su hermana, el resto las borraría a las dos del mapa. «Algo me decía que ese hombre de boina verde no era de fiar», pensó Eliza.
Eliza tenía que confiar en sus captores, confiar en que cumplirían su palabra al morir.
—¿Por qué hacen esto? Yo no tuve la intención de hacer daño, o hacer mal las cosas. Además, apenas ayer me instruyeron, y hoy fue el primer día.
—Es lo que se merecen. No toleramos un solo error en la receta, un mínimo cambio en el sabor ya es falla suficiente —dijo el dueño del restaurante.
—De haber sabido que eran tan estrictos y radicales, no habríamos aceptado este trabajo. Pero, déjenla ir de una vez, yo soy la chef, soy responsable. Ella es la mesera.
—Deben pagar. Tú lo preparaste, pero ella lo sirvió.
—Si me están dando la oportunidad de salvarla, ¿por qué no hacerlo sin este juego macabro? No voy a dejar la vida de mi hermana en manos del azar de tazas. Les entrego mi vida para que se la perdonen a ella. Déjenla ir y luego pueden matarme si es lo que se proponen.
Mientras Eliza y su hermana permanecían siendo apuntadas por sendas pistolas. El grupo que se veía en control de la situación, se apartó de sus rehenes y se reunió para decidir el destino de las dos.
—No podemos permitir que hable. La receta secreta no puede salir de aquí —dijo el dueño.
—¿Y para qué involucraste a otra más? —dijo su mano derecha.
—Casi llegamos al final de nuestro tiempo y ningún sucesor ha alcanzado la perfección. Necesitamos a alguien que nos reemplace, con habilidad para que no cometa la torpeza de enfermar irreversiblemente a los que quedan de nuestra raza. Como esta humana hizo hoy.
—Ella parece ser muy buena. La mejor hasta ahora, y, aunque deteste admitirlo, mejor que los nuestros. Esta es la cuarta chef, si los seguimos desintegrando se nos acabará el tiempo y, además, no nos conviene que husmee la policía. Si descubren que existimos, la cárcel será la menor de las preocupaciones.
—No tengo paciencia para las torpezas. No debería ser tan difícil seguir las instrucciones al pie de la letra, sin creatividad ni adivinación. Quien quede, debe ser capaz de preparar esa receta al primer intento.
—¿Por qué no le das otra oportunidad? Sometámoslo a votación.
Momentos después, el dueño del restaurante se giró y enfrentó a Eliza con el destino atrapado en su boca. La entreabrió, pero no salieron las palabras.
—¿Qué? ¿Qué nos van a hacer? —preguntó Eliza.
—Está bien —dijo el dueño, dirigiendo la mirada a su grupo— así se hará.
—Pero, ¿qué cosa? —preguntó de nuevo, Eliza.
El hombre hizo una seña con la cabeza a un tipo con pinta de guardaespaldas y este se fue a una habitación contigua. Al regresar, colocó sobre la mesa donde estaban las tazas, una caja oscura, cerrada con un candado de combinación. El dueño evitó con una mano que cualquiera viera lo que hacía y con la otra giró las cinco roscas de la combinación.
Extrajo un termo transparente graduado, con un líquido ámbar, y lo dejó en la mesa. Quedaba menos de la mitad. Giró para ver nuevamente a su gente de confianza. Negó con la cabeza apretando los labios. Al dejar de hacerlo soltó un suspiro y volvió la mirada hacia las tazas. Vació dos de ellas en un matero. Se las dio a un mesero que las limpió ahí mismo con un paño húmedo, las medio llenó con agua y se las devolvió. Entonces, con cuidado milimétrico, el dueño vertió un poco del contenido del termo en cada una.
«Bueno, pero ¿qué demonios es este ritual? ¿qué será ese líquido?», pensó Eliza.
—¡Beban!
—Pero…
—¡Nada! Beban.
Los captores se aseguraron de que se cumpliera la orden, a pesar del forcejeo de las mujeres para evitarlo. Lo último que vio Eliza fue que la planta donde vaciaron las tazas se había vuelto humus.
Pasadas unas horas, ambas mujeres despertaron en una acera de su barrio. Al abrir los ojos se vieron rodeadas por los vecinos.
Las mujeres no recordaban nada de lo que había pasado en el restaurante. Nada de las últimas cuarenta y ocho horas.
Pasaron varios días y Eliza se entrevistó con un hombre de boina verde. Le ofreció el trabajo de chef en su restaurante y ella aceptó.
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